Cuentos a toda prisa

Dia del llibre

Hoy, sentados en la terraza de un restaurante, mientras esperaba a que mi mujer eligiera el plato, no me he podido resistir a escuchar a la pareja de al lado. Demasiados viajeros, demasiadas mesas en el restaurante. Ella leía la contraportada del libro que al parecer acababan de comprar en la Plaça de Baix. Él afirmaba que este era un país en el que escribía todo el mundo. “La mayor parte dice que tiene una novela entre manos, o hasta se ha atrevido a terminarla” decía con desagrado. Aquí nadie lee, pero todo el mundo escribe, siente la irrefrenable necesidad de torturarnos con una historia”, añadía haciendo girar el cuchillo sobre el mantel como si fuera una ruleta, como si este, al detenerse, designara con su punta a la persona sobre la que abalanzarse y asesinar entre los gritos y el pánico del restaurante. Ella, sin dejar de leer la contraportada del libro, le ha respondido serena pero firme que estaba convencida de que cada uno de nosotros debería tener la obligación de escribir y publicar una historia propia, que deberíamos llevar encima un ejemplar siempre de esa obra y darnos sepultura o incinerarnos con él, como nuestros ancestros hacían con sus talismanes, que así debería ser por el bien de nuestras mentes. Y entonces, ella ha dejado el libro sobre el mantel suavemente, posando la palma sobre él. Él no ha respondido, ha dado un golpe con el dedo al cuchillo y este se ha lanzado a girar velozmente hasta que ha perdido fuerza y ha acabado estático apuntando a nuestra mesa. El hombre ha seguido la dirección de su aguja y ha alzado la vista hasta encontrarse con mis ojos mirándolo. En ese momento, mi mujer se ha pronunciado por una ensalada y el carpaccio con aguacate, no sin sentenciar: deberías escribir esa historia del hombre y el cuchillo que me contaste ayer, en serio.